La cultura ambiental a través de los mitos en las comunidades estudiantiles.
- accion territorio
- 27 mar
- 5 Min. de lectura
Gracias a los profesores y estudiantes de la Institución Educativa José María Córdoba, quienes nos acompañaron al taller de literatura “América mitos y leyendas”. Auspiciado por la Fundación Acción Territorio.

El último Nahual
La noche manifestaba su esplendor, en el interminable cri, cri, cri de los grillos, el croar de las ranas en las charcas, el canto misterioso de las aves nocturnas y el silbido intimidante de las serpientes que eran cazadoras y presas a la vez. Sonidos y sombras discurrían mientras el viento bajo una bóveda de parpadeantes estrellas mecía las ramas de los árboles. En el pueblo de San Juan de la Sierra, pocos se atrevían a salir de sus casas cuando el sol caía detrás de las montañas. No era por miedo a los salteadores de caminos, ni a los coyotes. Era una razón más fuerte y profunda: el respeto a los Nahuales.
Junto al fuego de las humildes viviendas campesinas, venerables ancianos recordaban los relatos de sus ancestros. Sus voces se entrelazaban con el crepitar de la leña, uno de ellos dijo: — Los seres humanos nacen protegidos por su Tona o espíritu animal. El cual puede ser un coyote, un águila o un jaguar.
Los antiguos habitantes de San Juan de la Sierra eran sabios defensores de la vida. Creían en la relación sagrada e indisoluble entre el hombre y la naturaleza. Aseguraban que algunos de sus antecesores tenían el poder de los Nahuales lo que les permitía convertirse en líderes, chamanes o guerreros poderosos.
Pero los tiempos cambian. Con la conquista llegó el sometimiento y un nuevo dios desterró a las viejas deidades. El don espiritual de los nativos fue convertido en simple brujería. Se impuso la cultura del más fuerte. Los Nahuales fueron perseguidos, desterrados a vivir en lo profundo de la selva. Pasaron a ser temidas, fieras o demonios. La conveniencia de los usurpadores moldeaba a su manera la verdad.
Después de la conquista, los colonos avanzaron y ampliaron sus fronteras agrícolas, incrementaron la tala indiscriminada de los verdes y coloridos bosques donde vivían los últimos Nahuales. La civilización hizo el resto. La codicia como una hidra venenosa extendió sus tentáculos: compró voluntades, arrebató territorios, expulsó y apagó las voces que trataron de oponer resistencia. Lo sagrado fue profanado, la cultura se volvió leyenda y la leyenda, en la historia de un mundo que se desmoronaba.
Lejos de la ciudad, en lo alto de la sierra, vivía José, un hombre de alma noble, retraído y misterioso. Allí, entre los árboles nativos y la mirada silenciosa de una luna de plata, se avivaban los rescoldos de sus nostálgicos recuerdos. Un día, la soledad tocó a su puerta, Diego, su nieto, su única compañía, se iba al norte llevando el ligero equipaje de sus sueños. Emprendió su viaje hacia un vasto horizonte, se fue pensando que los apegos eran cosas de viejos. El muchacho nunca entendió por qué el abuelo, se negaba a salir de aquel lugar. José argumentaba: — En otro lugar seré un extranjero. Prefiero morir fiel a mi terruño.
Después de veinte años Diego regreso. La tierra que tanto veneraba el abuelo no era la misma. Donde antes hubo árboles, la vista se encontraba con terrenos desérticos. Los ríos cristalinos de otras épocas eran aguas oscuras contaminadas por la ambición del hombre; el aire pesaba, dolía respirarlo.
Durante siglos, las riquezas del subsuelo permanecieron ocultas a los ojos de la ambición humana. Al darse cuenta de lo que tenía las entrañas de las tierras de San Juan. Los hombres poderosos las reclamaron, imponiendo precios irrisorios a las propiedades, alterando la habitual paz del poblado con su arbitrario proceder y amenazando a quienes se negaban a vender. Los habitantes se habían dividido: algunos aceptaban el costo del progreso, otros en las bancas del parque anhelaban que el espíritu del Nahual volviera a hacer justicia.
De José no se volvió a saber. Hacía muchos años que su casa en la sierra estaba abandonada. Diego se empeñó en restaurarla, pero las primeras noches no pudo dormir. Se sentía observado. Cuando caminaba por los senderos que de niño había explorado de la mano de su abuelo, escuchaba enigmáticos ruidos entre los matorrales. En sus alas la brisa parecía traer cantos ancestrales.
Un día Diego descubrió algo inusual, en aquella tierra que había dejado de ser santuario de la naturaleza. Encontró huellas de una bestia enorme; marcas profundas de garras en el suelo húmedo que se iban convirtiendo en pisadas humanas. Entonces recordó la historia del Nahual. ¿Sería posible? Venciendo el temor, con pasos cautelosos avanzó entre la bruma, se dirigió al árbol sagrado donde su abuelo le contó la leyenda.
El árbol estaba casi seco, sus raíces cansadas penetraban en la tierra estéril. Sus brazos desnudos y desprovistos de hojas se levantaban hacia el cielo, marchitos por los largos periodos de sequía. El hombre había roto el equilibrio. Diego tembló, de repente, a su paso surgió un ágil animal. La bestia se acercó sigilosa y olfateándolo, le miró con sus ojos felinos. Era un jaguar de pelaje negro, acerados colmillos y musculoso cuerpo; seguramente no existía otro igual.
El nieto de José sintió que el suelo bajo sus pies vibraba ante cada pisada de la bestia, el mundo daba vueltas, el árbol parecía renacer y en medio de la frenética danza de las cosas. Escuchó, una voz profunda que le dijo:— Has regresado. Al lugar donde nació tu historia.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, con voz débil e intimidada, se atrevió a preguntar:
—¿Quién eres?
El jaguar inclinó la cabeza y contestó:
— Soy tu sombra, tu Tona, tu Nahual.
En un salto del tiempo, Diego se transportó al pasado hasta encontrarse con su ancestro. En el aire se acentuó con el aroma del Yaxché. El viejo, de piel surcada por los años, le explicó que la imponente fiera era el jaguar con el cual soñaba cuando era niño. Cuando corrías por la selva y escuchabas extraños ruidos, era tu Tona que te acompañaba. Entonces Diego entendió por qué caminó a la ciudad, sintió que algo lo seguía.
— El vínculo con nuestro Nahual nunca se rompe, ahora, haz lo que tienes que hacer —. Dijo José antes de despedirse, dejando su legado.
Una tarde, se alzaron vientos huracanados, la lluvia cayó inclemente, los ríos se salieron de su cauce, la montaña se volcó sobre el valle, el agua inundó todo y los lugareños contaron que vieron un gigantesco animal vagar entre la niebla. Al pasar la tormenta, las vías estaban obstruidas y la maquinaria en medio del lodazal destrozada. Los hombres aterrados inútilmente trataron de remover las gigantescas piedras que habían rodado de lo alto de los cerros y taponaban la entrada de la mina. Desde entonces, nadie volvió a intentar abrir la mina. La selva recuperó su territorio y, en las noches, se escucha el rugido desafiante de un Jaguar.
En San Juan de la sierra, los ancianos dicen que el Nahual ha vuelto… y acude al llamado de la tierra.
Armenia, marzo de 2025.
El cuento hace parte del libro “América mitos y leyendas. Historias que no son cuentos” El cual será presentado en el mes de abril en el Encuentro Internacional de Mitos y Leyendas en Goya Argentina.

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